Hoy descubrí que hay carne del color de la lluvia. Carne del color de Las señoritas de Avignon... pero con pelo. Que hay carne impulsiva y carne desilusionada. Que hay, incluso, carne que se vuelve invisible y carne que se disfraza, mutando su capa externa con colores transitorios. Descubrí, que algo tan superficial como la piel, puede llegar a explicar los sentimientos más íntimos de otra persona...... o de ti misma.
Pero esto es tan sólo el final. Todo comenzó - no con poco escepticismo, debo confesarlo - con una búsqueda. No podía ser de otra manera. Así, buscando, encontré de pronto, y asombrándome, el color de mi cuerpo, el color de mí ser físico, de lo tangible en mí... de mi carne. Ese color siempre debía de haber estado ahí, escondido en ese pequeño rincón de mi rostro, en la finísima superficie de piel de mi párpado superior. Era ahí donde, silenciosamente, estaba el misterio. En ese pequeño rinconcito, solo visible, curiosamente, con los ojos cerrados.
Y al abrirlos, todo resultaba evidente. ¿Cómo no me había percatado antes? Mi propio color había invadido la ciudad: sus edificios, sus calles, su ambiente. ¿Cómo iba a poder explicarlo? ¿Quién podría entender de que modo la piedra se había transformado en mi mirada? ¿Quién podría verlo como yo? Esa carnosidad cenizo –amarillenta, esa superficie irregular salpicada de lunares, esa Compostela... era yo. ¿O tal vez yo era ella? ¿En qué momento me invadió con su color, fundiéndome a su epidermis? Creerían que estaba loca........
Pero diferentes espejos, en ocasiones, nos conectan con la misma mirada. E igual que aprendiste a verte, descubres maravillada a los demás.... y te descubren. A veces, lo más profundo es la piel.
Yo misma